martes, 28 de agosto de 2007

Pensamientos macabros de la niña de aire (Paloma)

Ya no había nada más que hacer. Agitaba mi mano, con una sonrisa de oreja a oreja cuando veía a mis padres desde la sala de embarque en el aeropuerto. A la aventurera edad de dieciocho años, ya era libre. “Un fin de semana sin mis padres”, para mis padres, claro; pero para mí: la vida entera sin volver a verles las caras. Me sentía lo suficientemente adulta como para llevar una vida asumiendo responsabilidades, pero huía de ellas como lo que era: una adolescente que contaba con unos cuantos dólares de bolsa de viaje, lo suficiente para llevar una vida de lujo por tres días; hospedaje hasta el mediodía del domingo; pero parecía no importarme. La realidad era que no me importaba en lo mas mínimo.

En el asiento del avión, jugaba y le tapaba la inscripción “Lima” a mi pasaje y me reía…aunque por momentos flaqueaba, pensaba: “Tengo hasta el domingo a la una de la tarde para arrepentirme. Mi virtual vuelo a Lima despegará a las tres y me tomará una hora llegar al aeropuerto nuevamente” . Me distraje unos minutos pensando en aquella bobada, cuando de repente las turbinas del avión empezaron a hacer “prr prr” y opté por masticar un chicle, taparme los oídos, cerrar los ojos y volver en contacto con el mundo cuando el avión dejara de moverse como simulador de feria barata.

Abrí los ojos y miré las nubes pensando en aquella frase “Arriba, arriba, siempre arriba” que había leído en la agenda de mi mejor amiga el día anterior…y de pronto recordé que dicha agenda, estaba en lo mas profundo de mi bolso de mano, sí sí…la había tomado sin permiso y sin futuro retorno. Cuando la tomé, pensé que no sería de mucha importancia: era mi mejor amiga, sabíamos todo una de la otra…bueno, eso creía ella, porque ni siquiera a ella le había contado que en lo que a mi concernía, no íbamos a volver a verla ni su agenda ni yo. Me entretuve unas dos horas leyendo sus intimidades. Así por escrito, fue como me enteré de que mi querida amiga al igual que yo, tenía d vez en cuando algunos pensamientos turbios. Reía, reía mucho. De pronto me percate de que al lado mío estaba una mujer de unos treinta años aproximadamente. La mujer me miraba como si yo fuera un mono de zoológico: con miedo de que saliera de mi jaula para atacarla. La miré fijamente, me acerqué a su rostro como si fuera un chico que estuviera a punto de besar y lancé mi primer ataque: “Disculpe, ¿tiene hora?” La mujer reaccionó rápidamente, miró su reloj y me dijo: “Faltan dos horas para llegar” . Eso me molestó. Yo no le pregunté cuánto faltaba para llegar, le pregunté qué hora era. Para mí, cada pregunta tenía una respuesta. Era todo o nada. Y ese “nada” estaba mal. Pero me guardé todos esos pensamientos macabros y le di las gracias. Al cabo de cinco minutos, la mujer la finalmente habló: “Buenos Aires es una ciudad hermosa. Dicen que es muy fácil las personas se enamoren de ella…o en ella.”. Repetí aquella frase en mi mente y para variar me reí, pero no le conteste con la palabra alguna porque no quería que se diera cuenta de que me importaban los disparates que decía. Pasó el tiempo y de pronto, ya había llegado a Argentina. “Pasajeros, bienvenidos a Buenos Aires”, fue un grito de liberación.

Caminé por el largo corredor del aeropuerto tarareando mi canción favorita. Veía a las personas, había muchos extranjeros y la mayoría eran parejas. Pero yo estaba sola y tenía que acostumbrarme, pues así serían mis días en adelante. Llegué a la estación de autobuses. Uno de ellos tendría el honor de llevarme al hotel. Me instalé: puse mis maletas en el compartimiento trasero y llevé en mis manos una pequeña cartera con veinte dólares, por si se me antojaba una “media luna”, y una cámara para tomar fotos a aquellos paisajes descoloridos que encontraría rumbo al hotel. Subí al autobús. Me senté en el asiento número diecinueve de la fila derecha y de pronto, empezó el recorrido. Miraba los paisajes, si a eso se podía llamar paisajes. Eran las once de la noche, solo se veían las luces de la calle, muy pocas por cierto, y las del autobús que colindaba con el mío. Pasó una hora y ya había tomado unas cien fotos. Estaba tan aburrida que me puse a ver las fotos en la pantallita de la cámara. La mayoría eran de mi cara, así que nuevamente, ¿adivinen qué? Reí. Las imágenes empezaron a aburrirme, pero de pronto llegué a una donde figuraba la ventana del autobús que nos hacía la carrera. Estuve a punto de borrarla pero quedé petrificada. En aquella foto, estaba un joven. Con solo verle la cara, asumí que media un metro setenta y cinco, era de contextura delgada, además de lo que se podía ver en la foto: cabello castaño, piel bronceada y ojos verdes. “Estereotipo argentino”, pensé. Tenía cara de Jorge o de Martín… pero en realidad, se llamaba Salvador. Pasaron diez minutos y mi cuerpo seguía inmóvil. Reaccioné y miré a través de la ventana, buscando su autobús, buscando sus ojos. No lo veía, debía estar kilómetros más adelante, más atrás, quizás no tenía el mismo rumbo que el mi autobús… quien sabía, podía haberse volcado. La idea de no volver a ver a esa persona me agobiaba. Ataqué a la persona del asiento de al lado para preguntarle la hora, deseando que me respondiera con la cantidad de tiempo que faltaba para llegar al hotel, pero esta vez la respuesta fue la correcta y me dijo una cifra numérica. Ataqué nuevamente, con la pregunta correcta y la respuesta fue “ninguna de las anteriores” , pues la atacada no tenía idea de cuánto faltaba para que nos bajáramos del autobús. “Argentina boluda” pensé. Miré otra vez la foto y me quedé hipnotizada. En la foto él parecía estar mirándome, mirándome con amor. Una mirada era suficiente. No hacía falta una caricia, un beso, un abrazo. Me sentí penetrada. Me mató, él me mató. En sus ojos se reflejaban los míos, éramos iguales…pero diferentes; estábamos juntos, pero separados; nos amábamos y nos odiábamos. Nunca había escuchado su voz, no sabía si era un patán o no, si valía la pena enamorarse de un chico así… ¿No sabía?…Estoy mintiendo, sí sabía quién era. Sabía todo de él, él era como yo, estaba segura. Lo probable era que tuviera una novia. Insisto, él era como yo. Ambos necesitábamos desfogar nuestras pasiones: él con una chica y yo, con mis locos sueños. Deseaba que nuestras ventanas volvieran a cruzarse, que me viera, que me hiciera señas para que anote mi número telefónico en el vaho de la ventana del autobús, para que me llamara y me hiciera una invitación al placer. Sí, estaba dispuesta a irme con el placer. Comencé a proyectar una película en la pantalla de mi imaginación donde Salvador y yo éramos los protagonistas. Pensaba en nuestro primer beso, en mi primer beso. ¿Iba a ser mi primer beso? Mentira, no iba a serlo. Pero si iba a ser mi primer beso de amor, el que realmente contaba, pues los cincuenta y cinco anteriores, con mi almohada o con cualquier idiota, eran para olvidar. Empecé a reír. Al reír volví al mundo, caí en tierra, hice un hoyo profundo y pensé: “Si tenemos que estar juntos, mi destino lo encontrará”. Y así fue, pasaron unos segundos y divise su autobús a unos metros del mío. Sentí cosquilleos como si fuera nuestra primera cita. Recordaba las palabras de la mujer del avión: era fácil enamorarse en Buenos Aires, tan fácil que yo, “el vendaval de viento”, ya lo había conseguido. Temblé, vibré, tenía su imagen congelada en mi retina. Llegó su ventana. Lo miré, pero él no me miraba. No podía moverme. Tenía ganas de gritar, de llamar su atención, pero no podía hacerlo. Me sentí impotente. De pronto, un semáforo en rojo. “Tiene unos treinta segundos para percatarse de que estoy aquí, si no lo hace, probablemente nos volveremos a distanciar”, pensaba mientras me comía las uñas. Retumbaba en mi cabeza la ultima sílaba de aquella frase, cuando su cabeza dio un giró, me miró y al hacerlo me mató. Me di cuenta de que ese chico era mió. Yo conocía cada parte de su cuerpo y había visitado cada rincón de su mente. Sabía que en ese preciso instante él pensaba en mí y que me quería con todo él corazón. Éramos parte de un todo. Yo era la pregunta y él mi única respuesta. Mientras nos mirábamos, en el mundo solo existíamos nosotros dos. Pasaron unos segundos y el autobús empezó a moverse. Pensaba que probablemente no lo vería más en lo que quedaba del trayecto, pero en el fondo estaba tranquila porque sabía que nuestros autobuses tenían el mismo rumbo, así como nuestros destinos. Llegamos a la Terminal. Baje rápidamente, como una fiera en busca de su presa. Pero él no era mi presa, yo era su prisionera. Es decir, buscaba a mi carcelero. No fui por mi equipaje pues lo único que me preocupaba era encontrar a Salvador. Pasaron los minutos y me di cuenta de que lo probable era que ya hubiera tomado un “remisse” rumbo a su hotel. Pensé: “Me llamará, ya me llamará”…pero recordé que él no tenía mi número. Sin embargo, yo sí tenía el suyo, porque yo sabía todo de él. Es más, sabía en qué hotel estaba hospedado, pero de pronto pensé: “No, no se fue a un hotel…ahora que recuerdo, a Salvador le gusta beber. Debe haber parado en alguna cantina”. Tomé un taxi y llegué a la cantina mas cercana de la Terminal. Como yo sospechaba, ahí estaba el tierno Salvador: bebiendo sus penas de amor, viendo mi imagen en el fondo del vaso de ron. Estaba bebiendo porque imaginaba que me bebía a mí, que bebía mi esencia, mi sangre… la sangre de su víctima, porque sí, él me había matado. Ahora que estaba muerta, yo era un alma, un alma que iba a su encuentro. Reí. Lo miré. lo toqué, lo besé sin dejarlo decirme nada. Ese beso me supo a ron, a alcohol barato, amargo, pero muy dulce. En ese momento, volamos… “arriba, arriba, siempre arriba” y empecé a reír. Mi carcajada hizo que lo dejara de besar. Él me empujó, tiró su vaso de vidrio contra mi pecho y caí bruscamente al suelo. Empecé a sangrar… “¿Sangre?” Pensé… “Pero si yo estoy muerta, ¿Cómo puedo estar sangrando?” Tenía la convicción de que yo era un alma y nada me podía herir, ni siquiera su dureza conmigo. Salvador me apartó de él agresivamente, como si le diera asco, dio media vuelta y se fue de la cantina. Todos los ojos me miraban, pero ninguna de esas miradas mataba como las de él. Volví en mí, me di cuenta de que buscando el cielo solo había encontrado el piso: piso meloso de cantina. Me levanté del suelo y recordé que él me había matado, que yo ya no estaba viva por su causa. Sin meditar mucho, tomé el cuchillo de rebanar jamón que estaba en la mesa de uno de aquellos borrachos y fui tras él. No me fue difícil saber a dónde se había dirigido porque como ya dije: yo sabía cada uno de sus pensamientos. Al encontrarlo, le exigí que me mirara y lo maté. Como él me había matado a mi primero, no había problema. Además, teníamos que estar juntos, juntos vivos o muertos. Cerré los ojos y cuando los abrí, él no estaba allí. Él no existía y yo tampoco…o eso creía. Me di cuenta de que estaba en una celda, era una cárcel. Vi la cara del carcelero y no era Salvador, es decir, algo había salido mal. Pregunté y me respondieron. En un trance posterior a lo último que recordaba, confesé que había matado a Salvador y me apresaron por homicidio. Así fue como busque libertad y encontré encierro. Solo quiero desaparecer y dejar de existir. Esta noche acabaré con mi vida: me mataré por segunda vez. Esta noche, será noche de entierro.

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